Causalidad: Capítulo 3, Vuelta a empezar
Causalidad es una novela por entregas de misterio escrita por Carolina Santos. Cada semana publicaremos dos capítulos. El texto del capítulo siempre estará, pero además le acompañará el audiolibro de cada capítulo.
¿Y si todo empezara de nuevo?
Capítulo 3: Vuelta a empezar
Me despertó la alarma del reloj. Había dormido bien, después de mucho tiempo.
Me duché rápidamente y bajé a desayunar.
Mis hermanos estaban tomándose una tostada, ya listos para irse al instituto. En cuanto entré, a mi madre se le iluminó la cara.
– Buenos días, cariño. ¿Quieres ir al instituto con tus hermanos?
– No – le respondí, cortante – He quedado con un amigo para ir a buscarle, y nos daremos una vuelta por el pueblo.
Cogí una manzana y grité, ya desde la puerta:
– Ah, no me esperéis para comer.
Cerré rápidamente, sin escuchar respuesta.
El cielo azul me recibió con los brazos abiertos. Soplaba una ligera brisa, que hizo que me abrigara más en mi chaqueta vaquera.
El hermano de Alec me esperaba en la rotonda de al lado de mi casa. Pablo era una copia de mi amigo: pelo marrón corto, alto y con un rostro angulado.
– Hombre, Amelia – me llamó desde el coche – Llegas tarde, al final vamos a tener que recogerle mañana…
Sonreí y entré en el coche, un Nissan de los años noventa.
El viaje fue corto: cuando llegamos al Reformatorio, no quise salir del coche. Por nada del mundo volvería a entrar ahí.
Mientras esperaba, me planteé cuánta gente creía en mí y podía confiar en ella. De todos los del pueblo, solo Teresa estaba conmigo. Y de mi familia, mi madre quizá. El resto de mis amigos escucharon antes lo que decía el resto que mi versión.
Tres toques en el cristal me despertaron de mi ensoñación.
Alec abrió la puerta del coche y se metió dentro, aún con el uniforme puesto.
– Buenos días, madame – me saludó – ¿Qué tal van las cosas por la libertad?
– Peor de lo que esperaba, mi hermano no me cree tampoco.
– Bah – murmuró mientras se quitaba el polo del uniforme, dejando a la vista unos abdominales musculosos y una cicatriz en el pecho. Rebuscó en la bolsa de deporte que le había dado su hermano y se puso una camiseta blanca – Eso es que no te merece. Por cierto, Pablo, ¿no tendrás un paquete de cigarros? Dios, necesito uno ya.
Su hermano le lanzó el paquete y él lo atrapó al vuelo.
Alec era el típico chico que tenía a cientos de chicas detrás de él. Era alto y con una sonrisa de dientes perfectos, aunque nunca había llevado brackets.
– ¿Entonces adónde os llevo? – preguntó Pablo.
Tuve una idea.
– Anda, vente a mi pueblo, así te lo enseño y luego vamos a ver una peli.
– Mmm, me parece que no me podría negar, aunque quisiera, ¿no?
Pablo nos dejó en la plaza mayor del pueblo.
Alec dio una vuelta sobre sí mismo, maravillado ante la pequeña iglesia románica, que daba a todo el lugar un aire antiguo.
– Me gusta este sitio – dijo, soltando el humo por la boca – a lo mejor me vengo a vivir aquí, ¿qué te parece?
Me reí, y le llevé entre las calles estrechas hasta llegar al instituto.
– Tachán, el pequeño infierno – le mostré, riendo.
Justo en ese momento sonó la alarma indicando que era la hora del recreo, y una ola de estudiantes salió al patio.
Decidí buscar a Teresa, para presentársela a Alec.
– ¿Y es muy guapa? – me preguntó, como siempre.
– No es para ti – le respondí, sonriendo.
Encontré a mi amiga entre la multitud. Iba colgada del brazo de un chico rubio.
La llamé, y de repente todo el instituto se fijó en mí, y varios grupos empezaron a mirarme y a murmurar.
– Qué popu eres, ¿eh? – bromeó Alec. Me pasó el cigarrillo y le di una calada.
– ¡Amy! Tenías que haber venido a clase…
– Te presento a Alec, mi amigo del Reformatorio. Alec, ella es Teresa, mi mejor amiga.
– Encantada – le dio la mano entre los barrotes que separaban la calle del patio, y después nos presentó a su acompañante.
– Este es mi novio Julián. Vino al pueblo hace un año, creo que no le conoces, ¿verdad?
– No, pero encantada. – Le di una calada al cigarrillo y Teresa me lo cogió y lo tiró.
– Eh – se enfadó Alec – ¡que era mío!
– No fumes que te revientas los pulmones, ¿me oyes? – dijo Teresa, molesta – ya sabes lo que le pasó a mi abuelo por fumar.
Yo bajé la cabeza, sabiendo que iba a fumarme otro en cuanto nos fuéramos.
Sobrevino un silencio en el que nadie sabía qué decir.
Finalmente, Alec declaró:
– Bueno, nosotros estábamos dando una vuelta por el pueblo, e íbamos a ir ahora hacia el ayuntamiento, ¿no, Amelia?
– Mañana ven al insti conmigo, Amy, ¿vale? – me pidió Teresa.
Yo asentí y nos despedimos de la pareja.
Mientras caminábamos por un parque cercano al instituto, Alec soltó:
– Vaya con tu amiga, eh…
Le di un empujón, entre risas.
– Ya viste que tenía novio, que no era buena idea acercarse…
– Tienes razón, “Amy” – pronunció ese apodo de la forma más cursi que pudo
Le di un puñetazo amistoso.
– No te burles, anda. Antes del Reformatorio, ese nombre me representaba mucho.
– ¿Amy? ¿En serio? Pues menos mal que te conocí después…
Nos pasamos el resto de la mañana dando vueltas por el pueblo y riéndonos. Comimos en un rodilla con el dinero que le había cogido “prestado” a mi hermano, y después vimos una película de acción en el cine del barrio.
Ya estaba atardeciendo cuando decidimos ir al campo a ver la puesta de sol. Llevé a Alec a una roca en medio de la nada, donde solamente se oía el canto de los grillos.
Alec se quedó mirando a las vacas mientras se fumaba otro cigarro.
– Me encanta este lugar. Es tan diferente a donde vivo… Me produce paz y alegría, ver el campo. Ahhh – suspiró – Cómo echaba de menos la libertad.
Nos quedamos en silencio, el uno junto al otro, mi cabeza apoyada en su hombro.
– Creo que me voy a venir a vivir aquí, ¿sabes? Yo solo. Sin mi hermano. No quiero volver a pisar el Reformatorio, y él sigue con sus trapicheos. No quiero estar metido en nada así.
– ¿Y tu madre? – pregunté. Sabía que el padre de Alec había muerto cuando él era pequeño, y que su madre cuidaba de los dos hermanos.
– Mi madre no quiere saber nada de nosotros. – le dio otra calada al cigarro – La última vez que la vi me dijo que no volviéramos. Que estaba harta. Y ahora que mi hermano es mayor de edad, no nos tiene que cuidar. – Hizo una pausa antes de decir:
– Estoy solo. Completamente solo.
– Ey, eso no es verdad – le dije, dándole la mano – estoy yo.
Sus ojos azules me observaron. Dio una calada muy larga al cigarro y lo apagó.
– Bueno, deberíamos irnos ya, que se está haciendo de noche y no voy a saber volver a casa…
Me levanté de la roca.
Alec se levantó y me cogió de la mano.
Entonces, hizo algo que me dejó paralizada.
Me besó.
Me aparté, aún sin entender lo que había ocurrido.
La cabeza me iba a mil.
– Alec, creí que éramos solo amigos…
Me empecé a alejar, despacio.
– Espera, espera – me pidió Alec – lo siento, de verdad. Es que me sentía tan feliz que… Olvidémoslo, ¿vale?
– Es que aún tengo muy reciente lo de Mateo – me excusé.
– Amelia, te entiendo. Ni te preocupes, de verdad. No ha pasado nada, no ha sido importante.
Aun así, mi universo no paraba de girar. Me daba la sensación de que Mateo se revolvía en su tumba. ¿Por qué todo se tenía que torcer?
– Adiós – me despedí, y salí corriendo hacia mi casa, con el corazón a mil.
Al tener la cabeza ocupada con el tema del beso, no me di cuenta de lo que ocurría hasta que fue demasiado tarde.
La policía rodeaba mi casa. A la entrada estaba mi madre, llorando.
– Mamá, ya estoy aquí – dije, ingenua de mí, creyendo que mi madre había llamado a la policía debido a mi escapada.
– ¿Eres Amelia Moreno?
Tragué saliva.
Asentí, despacio.
– Quedas detenida por asesinato.
Me quedé atónita. Me metieron en el coche policial sin que yo moviera un músculo. Mi madre estaba llorando mucho, abrazada a Patri, y Raúl me miraba con odio.
“Otra vez no “
Empecé a llorar a mitad del camino, cuando asimilé que volvería todo a empezar.
CONTINUARÁ…
Escritora: Carolina Santos
Narración: Carolina Santos y Rocky Rocker